A seguir escribiendo...

En algunas columnas he tenido éxito, otras fueron polémicas y tuve la razón en muchas. En otras me equivoqué, pero aquí están para que todos las revisen, las comenten y las critiquen.

miércoles, septiembre 13, 2006

Hay cosas que no se ven desde el Palacio Liévano

Encerrados en su laberinto

Desde el encierro del poder la calle, la manzana, la cuadra, el barrio, sucumben en lo más profundo de la indiferencia y en lo más lejano de la reconciliación.

Por supuesto que hay una ciudad oculta. Esa que no se ve o que no se quiere ver, esa que se olvidó o que se transformó en el imaginario de pocos. La ciudad real y no la virtual, la de delincuentes y ladrones, la de homicidas y violadores, la de paseos millonarios, la de pandillas, guerrillas y “paras”. Esa ciudad de confrontaciones e inconformismos conjurados con amenazas y dirimidos con prebendas.

Claro que hay una ciudad oculta. Ahí está. ¿No la ven? Es esa en la que vivimos concejales y ciudadanos, esa en la que vive (¿o vivió?) quien ostenta, hoy por hoy, el puesto que conduce al solio de Bolívar.

En lo más profundo del idealismo la ciudad se ve maravillosa, enorme, fabulosa, rica, poética, artística. Se oculta la zozobra, el robo de vehículos y el asalto a residencias. No se ve la inseguridad, no se siente miedo, no se acaricia la muerte ni se juega con la vida.

En esa ciudad, esa que dicen vive muy cerca de las estrellas, se logra su resplandor y la luz que de ellas se refleja, nos evoca las historias del más allá, en donde el túnel tenebroso y misterioso del fin de la existencia termina con la espléndida brillantez de Dios.

No podemos vivir mejor. En esa urbe de Peñalosas y Garzones, el paraíso es tan sólo el camino hacia el encuentro divino. Quizás el TransMilenio sea el medio para poder llegar. O quizás la “mancha amarilla” nos abrace y nos conduzca a esa exquisitez.

Mientras tanto, mientras eso sucede y mientras las mentes iluminadas de quienes nos representan en los más altos cargos públicos perduren con su loco esplendor, quienes vivimos sin escoltas, quienes caminamos para poder decir sin el peso de la incertidumbre: “gracias a Dios regresé a casa”, tendremos entonces sólo un remedio, recoger nuestra nostalgia, dejar de añorar lo que otros creen que existe y seguir con el peso del miedo en una vida citadina contagiada por el no sé, el quién sabe, el de pronto; una vida llena de fe.

Que quiten los cerramientos en los conjuntos residenciales. Todo debe ser público, el espacio, el transporte, los parqueaderos, los espectáculos, los hospitales, pero que lo hagan sólo cuando los cerramientos mentales y los que cubren las instalaciones del poder se derrumben, caigan como cayó el muro de Berlín y la estatua de Hussein, sólo cuando desde el encierro del Concejo y la Alcaldía se descubra que la ciudad no es lo que nos quieren hacer ver, que en ella hay muerte, sufrimiento y dolor; caos y angustia. Cuando se entienda que las murallas o los alambres que nos rodean, son, por ahora, nuestra salvación en una Bogotá insegura y sitiada por la delincuencia.
Claro que hay otra ciudad. Pero créanlo, no es la que sueña y habita Peñalosa ni la que quiere ver Garzón. Hay muchas ciudades en una sola, claro que sí, ciudades ocultas, fúnebres, crueles, frías, despiadadas, violentas, indiferentes, clandestinas, agobiadas, moribundas, dantescas, escalofriantes, relegadas, deprimidas, desiguales, imprudentes, tenebrosas. ¿Quieren conocerlas?. Es fácil. Tan sólo permitan que tumben sus cerramientos.

2 comentarios:

Mauricio Galindo Santofimio dijo...

muy interesante

Anónimo dijo...

probando probando